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La mirada que se pasea por la obra de Susana Murias cree estar ante
figuras que deben leerse cuando éstas deberían verse libres de tal
peso. También se encontrará el espectador ante unos textos que deben
ser contemplados y sólo eso, pues son deliberadamente ininteligibles,
sin código, meras formas que apuntan hacia un significado al que parecemos
haber renunciado. Pero esto no significa, en modo alguno, algo terrible.
Más bien resulta agradable deleitarse con nuestra amable integración
en lo inefable de las formas y colores, en su ambigüedad y falta de
pretensiones transcendentales. Es delicioso dejarse llevar por la
ligereza de un arte que se ha deshecho del pesado fardo que tuvo que
cargar durante siglos: el plus de significado, bien fuera religioso
o el de su diezmo a la creación del hombre nuevo, que le justificaba
desde fuera la obra.
Estas formas se
hallan colgadas en delicado equilibrio sobre un mundo plano, donde
la convención del mundo bidimensional de la escritura ya no es convención,
sino la realidad misma como límite asumido. Por estas superficies
corre con grácil trazo la mano de Susana Murias, dejando huella de
su delicado contacto con lo que le rodea, en un mundo cotidiano trasladado
al mundo onírico de la infancia donde como decía Freud: «Acaso sea
lícito afirmar que todo niño que juega se conduce como un poeta creándose
un mundo propio o mas exactamente, situando las cosas de su mundo
en un orden nuevo grato para él. Seria injusto en este caso pensar
que no toma en serio este mundo, por el contrario, toma muy en serio
su juego y dedica en él grandes afectos».
Fernando Labaig |
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